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                        | Paz en tiempos de tormenta¿Dónde está la Felicidad?
 No viaja adelante, sino detrás de nosotros.
 Un poco de
                            filosofía basta para entender que esa dama tan esquiva
                            no debería
 ser la causa de nuestros desvelos sino la
                            consecuencia de nuestros actos.
 ¿Cómo lograrlo?
 
 Por Sergio Sinay. Ilustraciones: LatinStock. 
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                            | En Bután, un pequeño
                              reino montañoso ubicado
                              al sur de la cordillera
                              del Himalaya,
                              está prohibido fumar,
                              estés donde estés. Se cree que el nombre
                              Bután deriva del
                              sánscrito y significa
                              “tierras altas”. Varios
                              de sus picos superan los 7 mil metros de
                              altura.
 El 90 por ciento de su población
                              (poco más de2millones de habitantes) vive
                              de la agricultura (arroz, trigo, maíz, frutas) y
                              la ganadería (vacunos y yaks). Sus principales
                              vecinos son China y Tíbet, al Norte,
                              e India, al Sur. Bután se independizó de la
                              India en agosto de 1949.
 En 1972, con 17
                              años de vida independiente, asumió Jigme
                              Dorji Wangchuck, su cuarto rey, quien en
                              2006 abdicó en favor de su hijo Jigme
                              Khesar Namgyal Wang Chuck, entonces
                              de 26 años.
 El rey padre fue quien prohibió
                              fumar en todo el territorio. Y quien, a poco
                              de asumir, lanzó al mundo una propuesta
                              novedosa y audaz: que la riqueza de los
                              países dejara de medirse por sus índices
                              económicos.
 Planteaba que se omitiera
                              como referencia el producto nacional bruto
                              y se tomara, en cambio, lo que él llamó
                              producto nacional de felicidad.
 Quizás el rey sabía de lo que hablaba.
                              Bután tiene una renta anual per cápita
                              de mil 200 dólares y la esperanza de
                              vida de sus habitantes alcanza a los 55
                              años. Aun así, figura octavo en el Ranking
                              Internacional de Felicidad elaborado por
                              el sociólogo británico Adrian G. White, de
                              la Universidad de Leicester.
 Para llevar
                              adelante su medición, White tomó como
                              factores de referencia la satisfacción con
                              la propia existencia, la expectativa de vida
                              en cuanto a longevidad y el sustento ecológico
                              (hábitat).
 El caso Bután nos remite,
                              sin embargo, a una pregunta esencial: ¿es
                              posible medir un hecho intangible como la
                              felicidad?
 ¿Se la puede traducir en índices
                              y porcentajes?
 Y, finalmente,                              ¿nos haría
                              esa medición más felices?
                              La intención de “computar” la felicidad
                              adquirió características de manía en la
                              última década, al calor de la desmesurada
                              algarabía económica que tiñó a Occidente
                              y que acaba de desteñir de manera dramática
                              y abrupta.
 En uno de sus rigurosos trabajos
                              la New Economic Foundation (NEF),
                              una organización británica integrada por
                              prestigiosos especialistas en economía
                              y sociedad que propone ampliar la mirada
                              de los modelos prevalecientes en el
                              mundo occidental, advierte sobre el riesgo
                              de reducir todo a mediciones económicas.
 El triunfalismo de estas tendencias
                              produjo, desde los años ‘90 en adelante,
                              un peligroso reduccionismo.
 Se divulgó la
                              creencia de que todo en la vida podía ser
                              traducido a índices estadísticos y económicos.
 Si puede “economizarse”, existe; si
                              no, no vale la pena ocuparse de ello: ésta
                              sería la síntesis de esa tendencia.
 La felicidad
                              entró, así, en la calidad de medible.
                              Incluso se creó una categoría para esto: la
                              economía de la felicidad.
 |  | Ilusión perfecta La economía remedó de esta forma
                              la euforia cientificista despertada por el
                              positivismo hace cuatro siglos, cuando el
                              inglés Francis Bacon sintetizó en una consigna
                              el entonces naciente paradigma de
                              la ciencia: “Le sacaremos a la naturaleza
                              todos sus secretos, aunque para ello haya
                              que torturarla”. Nacía la ilusión de saberlo
                              todo, de controlarlo, de preverlo, de reproducirlo.
                              La propuesta final detrás de eso,
                              aunque nunca enunciada así, era la inmortalidad.
                              Ya no serían necesarios ni Dios ni
                              dioses, los hombres nos bastaríamos y no
                              necesitaríamos nada más. No habría misterios,
                              ni un entorno que cuidar.
                              Reducir la felicidad a números reitera
                              aquel esquema. Si sabemos qué es la
                              felicidad, si descubrimos su fórmula para reproducirla serialmente, si demostramos
                              que depende de la economía y si logramos
                              que la economía crezca sin cesar, todos
                              seremos felices todo el tiempo.
                              Un plan perfecto. Otro paso en la intención
                              de controlar cada proceso de la vida,
                              de eliminar la incertidumbre, el riesgo, el
                              misterio, el imponderable, atributos todos
                              inherentes a la existencia. Y, sobre todo,
                              un intento de anestesiar o de eliminar la
                              certeza que nos acompaña desde que
                              nacemos y que el economista y epistemólogo
                              belga Christian Arnsperger (autor de
                              la lúcida e inspirada Crítica de la existencia
                              capitalista) describe con claridad. Es la
                              certeza de la doble finitud. Arnsperger nos
                              recuerda que, como humanos, somos limitados
                              en el espacio y en el tiempo. En el
                              espacio nos restringe la presencia del otro
                              (y no sólo la física, sino la síquica, la de sus
                              derechos y deseos, la de sus propuestas
                              y proyectos, la de todo aquello que lo
                              diferencia de nosotros y lo hace existir
                              contemporáneamente con nosotros). En
                              el tiempo nos limita nuestra mortalidad
                              (aunque evitemos pensar en ella, aunque
                              no la nombremos, aunque pretendamos
                              ocultarla bajo diferentes apariencias).
                              Según Arnsperger, en el modelo económico
                              en el que vivimos hay una doble
                              promesa de infinitud. El que consume
                              anhela entrar en un circuito que lo llevará
                              de consumo en consumo. Mientras tenga
                              algo nuevo para consumir, mientras haya
                              una novedad, la vida continuará, está asegurada.
                              Y si ahorra para consumos futuros,
                              estará comprando inmortalidad a plazos.
                              Hay quien produce eso que se consume,
                              y quien produce recibe dinero del consumidor,
                              y también reconocimiento. Como
                              consecuencia, el productor siente que él
                              mismo será inmortal, y poderoso mientras
                              haya quien necesite ser abastecido. Para
                              esto es necesario que quien consume siga
                              deseando y es importante que el deseo se
                              agote en sí mismo para, una vez saciado,
                              dar paso a uno nuevo. Si este circuito se
                              mantiene, sobreviene la satisfacción (que
                              no es necesariamente felicidad, sino un
                              remedo lejano de ella).
 Si se corta, crece
                              el malestar, hay temor, angustia.
 |  | Paradoja imperfecta                              Dejar de tener, de comprar o de poder
                              consumir genera incertidumbre e insatisfacción,
                              pero, a la inversa, no parece haber
                              un vínculo inmediato entre la recuperación
                              de esos cupos y un atisbo de la felicidad.
 En esa línea, un trabajo que publica
                              la revista American Psychologist informa
                              que cinco investigaciones efectuadas en
                              todo el mundo entre 39 mil personas (y
                              coordinadas por el doctor David Gauss, de
                              la Universidad de Austin) mostraron que
                              la infelicidad es mayor en los países con
                              economías más desarrolladas, y entre las
                              personas más jóvenes.
 Por fin, el director
                              del Instituto Australiano de estudios políticos
                              y sociales, Clive Hamilton, retrata en
                              El fetiche del crecimiento , un drama actual
                              de la sociedad occidental: “Cuanto más
                              queremos tener, más infelices somos”.
 Esto no parece ser casual, si se
                              registran las famosas palabras de B. Earl
                              Pucket, que fue presidente de Allied Stores
                              Corporation, gigantesca cadena de tiendas
                              que incluye a la mítica Macy´s.
 Fallecido
                              en 1976, Pucket dijo: “Nuestro trabajo es
                              hacer infelices a las mujeres con lo que
                              tienen”. Sobran las pistas, parece, para
                              sospechar que entre dinero, consumo y
                              felicidad no hay una relación directa.
                              Quizás el malentendido provenga de
                              confundir placer con felicidad, cuando en
                              verdad no son sinónimos, sino antónimos.
 El placer tiene una base sensorial,
                              es fugaz, nace del deseo y se disipa una
                              vez percibido para dejarnos con necesidad
                              de más.
 La felicidad, en cambio, puede
                              describirse como una integración de sentimientos
                              y emociones que aquieta las
                              pasiones, armoniza el mundo interior, tiene
                              resonancias espirituales y es un estado
                              que se instala y fluye sin prisas
 
 Sin delivery
 En su Diccionario de filosofía, obra
                              ineludible para explorar los mapas de esta
                              disciplina, el catalán José Ferrater Mora
                              (1912-1991) recuerda las variadas perspectivas
                              desde las cuales se intentó definir la
                              felicidad. Así, señala, para San Agustín era
                              el fin de la sabiduría y para Santo Tomás,
                              “un bien perfecto de naturaleza espiritual”.
 Aristóteles (con Platón y Sócrates motores
                              iniciales del pensamiento occidental)
                              identificaba la felicidad con las “mejores
                              actividades”. Luego, se trata de saber cuáles
                              son esas mejores actividades. Por este
                              motivo, para Ferrater Mora el concepto de
                              felicidad es vacío si no se refiere a aquello
                              que la produce.
 Aristóteles, en realidad,
                              justificaba todo aquello que conduce a la
                              felicidad, a la que consideraba como un fin
                              y que entendía como un estado de plenitud
                              y armonía del alma.
                              Emanuel Kant, el gran filósofo idealista
                              del siglo dieciocho, figura esencial para la
                              concepción de la ética, no creía que la felicidad
                              fuera un fin en sí mismo.
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                                  | Un mundo ideaL La New Economics Foundation (NEF),
                                    con sede en Londres, propone un
                                    Manifiesto para un planeta más feliz,
                                    cuyos puntos deberían ser convertidos
                                    en políticas de Estado por parte de los
                                    países dispuestos a adoptarlo.
 Esos
                                    puntos son:
 •Erradicar la pobreza y el hambre.
 •Implementar sistemas de salud que
                                    funcionen.
 •Alivianar las deudas.
 •Compartir valores.
 •Apoyar objetivos que den sentido a la
                                    vida.
 •Reforzar el poder ciudadano y promover
                                    el buen gobierno.
 •Identificar objetivos para el medio
ambiente y desarrollar políticas económicas
 para trabajar en ellos.
 •Diseñar sistemas de producción y consumo
                                    sustentables y responsables.
 •Trabajar en el tema del cambio climático.
 •Valorar lo que de veras importa en
relación con todo lo anterior.
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                                  | Kant ponía
                              el acento en la voluntad que guía los actos
                              humanos y sostenía que estas acciones
                              debían apuntar a la libertad, la dignidad,
                              la verdad, y a convertirse en leyes válidas
                              para todos. Si esto ocurriese, sobrevendría
                              una consecuencia llamada felicidad. Muchos años después, ya en el siglo
                              veinte, el médico y filósofo Víktor Frankl
                              avanzaría en esa misma dirección.
 “Lo que
                              el ser humano quiere realmente no es la
                              felicidad en sí, decía, sino un fundamento
                              para ser feliz. Si tenemos ese fundamento,
                              la felicidad vendrá por sí misma, y
                              cuando menos nos preocupemos de ella,
                              más seguros podemos estar”.
 Quizás aquí
                              esté, después de todo, el quid de la cuestión.
                              ¿Puede ser la felicidad una meta?
                              ¿Puede ser atrapada, medida, envasada,
                              pesada, planificada? ¿Puede ser encargada
                              de acuerdo con nuestro talle? ¿O es
                              consecuencia de nuestras acciones, algo que nos alcanza sin anuncio previo, cuando
                              estamos comprometidos en vivir una
                              vida con propósito, ligada a valores que
                              trascienden la inmediatez y lo material?
                              Quienes una y otra vez emprenden
                              mediciones estadísticas u observan conductas
                              humanas como quien espía a
                              conejitos de indias en cámaras vidriadas,
                              parecen creer que, en efecto, se puede
                              obtener la fórmula de la felicidad y, además,
                              que es posible difundirla y convertirla
                              en un nuevo bien de consumo.
 |  | Sin embargo,
                              este tipo de experimentos no suele ir
                              más allá de una reiterada e insuficiente
                              equiparación entre felicidad y placer o
                              felicidad y bienestar. De hecho, pensaba
                              Frankl, el placer (como el poder) puede
                              ser un fin en sí. El placer y el poder no
                              nos permiten ir más de allá de nosotros
                              mismos, nos exigen desentendernos de
                              los otros para dedicarnos a su siempre
                              imposible perpetuación.
 En cuanto al bienestar,
                              que en las encuestas se suele usar
                              como equivalente de felicidad, Manfred
                              Linz, investigador del Instituto Wuppertal,
                              de Alemania, en donde dirige el proyecto
                              Ecosuficiencia y Calidad de Vida, lo define
                              como un compuesto de tres elementos: a)
                              riqueza de bienes, b) riqueza de tiempo y
                              c) riqueza relacional.
                              Una buena noticia para estos tiempos
                              de crisis es que, al parecer, la riqueza de
                              bienes no asegura la felicidad. Pruebas al
                              canto: en La pérdida de la felicidad en las democracias de mercado, el investigador
                                    Robert Lane concluye que, una vez dejada
                                    atrás la línea de la pobreza, no está claro
                                    que el dinero y el consumo proporcionen
                                    felicidad.
 Muestra Lane cómo, según
                                    miles de encuestas, entre 1948 y 1970 los
                                    salarios en Estados Unidos se duplicaron,
                                    mientras que la cantidad de personas
                                    que se manifestaban felices no aumentó.
 |  |                                     Entre 1975 y 1995 el producto bruto interno
                                    de ese país se incrementó en un 40
                                    por ciento, pero la curva de la felicidad se
                                    mantuvo inmóvil.
                                    Las otras dos riquezas, en cambio,
                                    pueden incrementarse aun (o especialmente)
                                    en tiempos difíciles.La riqueza
                                    relacional se refiere a nuestros vínculos,
                                    a la variedad y profundidad de éstos, a las
                                    experiencias compartidas con otros, a los
                                    proyectos comunes en los que prevalece
                                    el factor humano; se trata del reconocimiento,
                                    del respeto, del afecto que circula.
                                    Y cultivar esta riqueza necesita de la otra:
                                    la de tiempo. Están íntimamente relacionadas
                                    entre sí, pero no necesariamente
                                    con la riqueza de bienes.
 “Aspirar a cada
                                    vez más bienes, dice Linz, a cada vez
                                    más cantidades de todo lo que me pueda
                                    permitir, suele ir en detrimento del tiempo
                                    disponible y de las relaciones logradas.
 Y cuando me importa demasiado lo que
                                    desearía poseer, eso menoscaba la satisfacción
                                    de disponer de mi propio tiempo y
                                    vincularme con otras personas”
 
                                      
                                        | "en la era del
                                          derrumbre de las
                                          bolsas de valores
                                          (económicos,
                                          mensurabLes), son
                                          otros valores los que
                                          podrán consumir
                                          la felicidad". |  |  
                                  |  |  |  |  
                        | 
                          
                            | Causas y efectos A estas alturas, quizá pueda decirse
                              que la “economía de la felicidad” no es una economía que pase por el dinero o
por lo reducible a él.
 Christian Arnsperger
nos recuerda que la existencia humana es
económica desde el momento en que se
trata siempre de relaciones entre sujetos
que se necesitan y que intercambian gestos,
palabras, miradas, experiencias, conocimientos,
símbolos, habilidades, objetos.
 En ese intercambio, en esa relación,
encuentran su pluralidad las individualidades.
Como diría Erich Fromm, es allí, en
el encuentro e intercambio con el otro, en
donde cada persona trasciende la separatidad
en la que nace, esa condición de ser
único que, cuando no se trasciende, es
pura soledad, sufrimiento, insatisfacción y
lleva a que muchos (aun a resguardo de las
crisis económicas y rodeados de todo tipo
de bienes) acaben por preguntarse: “¿Por
qué no soy feliz si nada me falta?”.
 Ante esa pregunta, Víktor Frankl respondería,
como lo hace en
 |  |   El hombre
doliente, que “la felicidad no se puede fabricar. Sólo puedo ser humano y realizar
mi individualidad en la medida en que me
trasciendo a mí mismo de cara a algo o a
alguien que está en el mundo. Ese algo
o alguien es lo que debo tener presente”.
Trascender, en ese sentido, es encontrar
el sentido de la propia vida, los valores que
la sustentarán, los otros que la compartirán.
La voluntad ética que la sostendrá.
 En la era del derrumbe de las bolsas de
valores (económicos, mensurables), son
otros valores los que podrán constituir la
felicidad que nos alcance.
 “La felicidad
–decía el ya nombrado Kant– tiene un valor
relativo frente a la buena voluntad, ya que
la felicidad del malvado genera repulsión
al observador objetivo, como si sólo fuéramos
dignos de ser felices cuando poseemos
una buena voluntad”.
 Acaso la felicidad no sea una zanahoria
detrás de la cual debamos correr mientras
se aleja una y otra vez.
 |  |  Acaso sea más
acertado compararla con la estela que deja en el agua una embarcación cuando navega. Es decir, no está delante de nosotros,
esperando a que lleguemos a ella, sino
que aparece como una consecuencia de
nuestras decisiones, nuestras elecciones,
nuestro propósito. El agua es la vida, la
embarcación es nuestra vida, la estela es
la felicidad. No hay huella si no hay navegación,
y ninguna embarcación navega
por una estela prefijada. La produce al
pasar. Si hubiera alguna fórmula para la
felicidad, seguramente no estará en las
estadísticas ni en las encuestas. Nadie
puede prometerla. Quizá ni siquiera pueda
afirmarse que la felicidad sea un derecho
o un deber. Es siempre una consecuencia.
La consecuencia de una manera de vivir.
Si nos hacemos responsables de nuestra
vida, no deberemos esperar que otros nos
hagan felices, y tampoco otros resultarán
culpables de que no lo seamos. Quizás
esto es lo que saben los habitantes del
remoto reino de Bután. |  
                            | 
                              
                                | Aforismos Felices En 1979, Pequeñas Hermanas de
                                  Jesús, una comunidad de religiosas
                                  francesas, elaboró una serie
                                  de aforismos para una vida de buenaventura.
                                  O sea, una vida feliz.
 Estos son algunos de ellos:
 •Bienaventurados los que se ríen
                                  de sí mismos, porque siempre tendrán
                                  abundante conversación.
 •Bienaventurados los que distinguen
                                  una montaña de un montículo,
                                  porque se ahorrarán muchos
                                  disgustos.
 •Bienaventurados los que callan
                                  y escuchan, porque aprenderán
                                  cosas nuevas.
 •Bienaventurados los que escuchan
                                  la llamada del prójimo sin
                                  creerse insustituibles, porque sembrarán
                                  alegría.
 •Bienaventurados los que sepan
                                  ver las cosas pequeñas con seriedad
                                  y las grandes con tranquilidad,
                                  porque llegarán lejos en la vida.
 •Bienaventurados los que puedan
                                  contemplar con benevolencia el
                                  comportamiento de los otros,
                                  incluso cuando las apariencias indiquen
                                  lo contrario, porque, aunque
                                  los tomen por ingenuos, ése es el
                                  precio del amor.
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