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La educación nacional no prepara a los jóvenes para el mundo en el que les toca vivir...

EL ÚLTIMO MAESTRO
El gran creador italiano celebra 45 años con la moda, fiel al mito que él mismo ha construido, con un extravagante homenaje y un libro de lujo. En esta entrevista, el diseñador más sibarita se sincera sobre su vida y su carrera.
POR EUGENIA DE LA TORRIENTE FOTOGRAFÍAS: BLOOMBERG

-Celebra 45 años con una misión: encontrar belleza y rodearse de ella.
–¡Mucho más! Soy así desde niño. Me da muchos dolores de cabeza ser tan selectivo. Quiero ver perfección y belleza en todas partes, y si no la encuentro, no me siento cómodo.
Soy una persona muy complicada, muy complicada. ¡Y me arrepiento mucho! Admiro a la gente que está a gusto en cualquier parte, personas que no son sofisticadas
y que no sufren si en un hotel encuentran sábanas malas.

–¿Puede convertirse en un incordio para los que le rodean?
–Siempre hay algo que no me gusta.
Mis amigos me toman el pelo, porque antes de hacer cualquier cosa pido mil detalles y no doy un paso sin estar convencido
de que todo estará a mi gusto. Es una desgracia, pero uno nace así. Cuando se es exigente, se es muy, muy complicado.

–¿Le gustaría ser de otra manera?
–Me encantaría, sí. La vida sería mucho más fácil. Ser un perfeccionista en mi trabajo es lo que me ha llevado a donde estoy y estoy orgulloso de ello. Pero en mi
vida privada me gustaría ser más relajado.

–Ha dicho que fue un niño mimado…
–Ah, sí. Cuando tenía trece o catorce años me impresionaban muchísimo las películas, con sus actrices bellísimas, con vestidos de ensueño.


Quería ir al cine todo el tiempo. Ahí nació el deseo de ser diseñador de moda, con la película Ziegfeld
Girl, con Hedy Lamarr, Lana Turner y Judy Garland. Aunque mi interés por el vestir venía de antes, incluso. No me gustaban los saquitos que me compraban y había una señora que hacía unos preciosos a mano. Convencí a mi madre para hacérmelos allí, y así, además, podía elegir el color. Mi madre, desgraciadamente, me lo consintió.

Se ríe. Con una risa que no perturba sus esculpidos cabellos, que se instala sólo en la parte inferior de su bronceado rostro.
Valentino. Un hombre que ha fabricado un mito. Y que vive de acuerdo con él. A lo grande. Lo demuestra su suntuosa oficina en un palazzo contiguo a la Piazza di
Spagna, donde concede esta entrevista apenas tres días antes de que empiecen los grandes festejos con los que celebrará sus 45 años en la moda. Una llamativa extravagancia de cenas y bailes, con inauguración de una gran exposición y desfile incluidos. Un cumpleaños que, según The New York Times, ha costado unos siete millones de euros. Difícil saber qué se recordará más. ¿Los fuegos artificiales sobre el Coliseo? ¿La cena para 500 en el


Templo de Venus, decorado con
columnas corintias de fibra de vidrio? ¿El Ara Pacis lleno de maniquíes convertidos en vestales escarlata? ¿La magnífica colección de alta
costura con la que Valentino se auto
homenajeó? ¿La impresionante carpa china en los jardines de Villa Borghese que acogió a los mil invitados de una gala? Roma asistió al golpe maestro del anfitrión perfecto, un digno heredero de fabulosos vividores, en la estela del Gran Gatsby. Espléndido y generoso, como es su costumbre, quiso dar una gran fiesta de cumpleaños y no lo hizo en su yate de más de 40 metros, ni en la villa de Gstaad que utiliza para esquiar, tampoco en su restaurado castillo del siglo XVII cerca de Versalles, ni en la mayor mansión de Holland Park, Londres. Decidió que sería en la ciudad que lo adoptó, pero su palacio de la Via Appia quedaba pequeño. Así que convirtió Roma en un gigantesco salón de baile. El suyo. No es de extrañar que Roma le haya abierto algunas de sus más antiguas ruinas, espacios nunca antes utilizados para cometidos semejantes. Para algunos, Valentino Garavani es el hombre más famoso de la ciudad. Para otros, directamente, su rey. En todo caso, no fue aquí donde nació hace 75 años, sino en Voghera, al norte de Milán. Hijo de un comerciante de material eléctrico, creció cultivando su afición por lo brillante y su inquebrantable voluntad de liderazgo. “Cuando estaba en el colegio era el jefe de

mis amigos. Formaba parte de un gran grupo de chicas y chicos y yo era el que decidía. Pero lo hacía para contentarles,
no por egocentrismo. Pensaba, tal vez pretenciosamente, que lo que yo eligiera sería lo mejor”. Con la misma determinación, a los 17 años anunció a Teresa y Mauro, sus padres, que no tenía intención de ir a la universidad y que quería dedicarse a la moda. Un amigo, propietario de una tienda de telas en Milán, se encargó de buscarle plaza en una escuela de la ciudad. Al acabar el curso de seis meses, con una resolución que ya no sorprende, decidió que ya era hora de irse a París. Sus padres, de nuevo, consintieron. En el París de los años ‘50, la era dorada de la alta costura, se formó Valentino. Fue aprendiz en Jean Dessès y, después, en Guy Laroche. En esa época nació su amistad con Karl Lagerfeld, a quien llevó de la mano a recorrer la exposición del Ara Pacis. Aquellos fueron años memorables para la creación, pero más allá de Dior, el dinero no corría generosamente: según su propio relato, Valentino cobraba 13 mil francos al mes y sus padres le enviaban, por lo menos, 50 mil más. Lo cual tal vez explica por qué no recibieron con desagrado
la idea de financiar a su hijo la creación de su propia casa de moda tras ocho años de aprendizaje subvencionado. Un gran piso en Via Condotti fue la primera parada romana de Valentino. Allí abrió en 1959. La gente hablaba del chico que había llegado de París. Pero él no supo cómo rentabilizar la atención. “Era muy ingenuo. No sabía cómo funcionaban las cosas. Mis padres me dejaron el dinero,
pero nadie quería vestirse de un diseñador italiano joven desconocido. Y yo no sabía, por ejemplo, que había que ir a Florencia a desfilar para entrar en la liga de los que importaban”. La bancarrota acechaba, pero Valentino no dejaba de vivir la dolce vita. Por suerte para

él, porque en una de sus salidas
nocturnas estableció una relación trascendental para su carrera. Y para su vida. Eran las once de la noche cuando Valentino y sus amigos entraron en el Café París, en la Via Veneto. Aquella calurosa noche de finales de julio de 1960, la escena romana estaba en su momento álgido; no había ninguna mesa libre, pero sí una ocupada por un solo chico. Un estudiante de Arquitectura que mataba el tiempo mientras esperaba que abrieran una discoteca.
Se sentaron con él. Al final de la noche, el estudiante llevó a Valentino a su casa en su Fiat. Se cayeron bien, así que siguieron hablando cuando días después coincidieron en Capri. Y ya apenas volvieron a separarse. Giancarlo Giammetti, que así se llamaba el estudiante, pasó a ser el alter ego de Valentino. Su pareja, su
socio, su familia. “Él nunca me pidió que me uniera a él. Sólo sentía que

quería ayudarlo”, explica en el lujoso libro, de más de 700 páginas, que edita Taschen como broche final de esta celebración. La ayuda de Giammetti resultó fundamental. Se ocupó de los números, de la logística. Se ocupó del negocio y lo reflotó. Abandonó los estudios de arquitectura y aprendió cómo funcionaba la industria. “Siempre ha sido fantástico conmigo: se ha ocupado de todo lo que iba a distraerme, y eso me ha permitido vivir tranquilo y concentrado en diseñar”, reconoce Valentino. Uno de sus primeros y mayores logros fue colocar la firma en el calendario de la pasarela de Florencia, entonces el centro de la moda italiana. “Nos pusieron el peor día y a la peor hora”, recuerda el diseñador. “Al final de todo, que era cuando todo el mundo se marchaba de la ciudad. Pero corrió la voz y la gente dijo: ‘Vamos a ver a ese chico joven’. El desfile se llenó, y las mujeres empezaron a querer mis vestidos. Ahí empezó la escalada”. Era 1962, pero ése no fue el único acontecimiento clave de ese año. Otra noche, en una fiesta, un traje de dos piezas de organza negro selló su pasaporte a la fama. El vestido tuvo una admiradora muy especial. Jackie Kennedy “se volvió loca” por él y quiso saber quién era su autor. La mujer del presidente estadounidense se convertiría, una vez viuda, en una de sus principales clientas y también en una buena amiga. “Tengo en la cabeza el día que diseñamos todo su vestuario para una visita oficial a Camboya. Era 1967. Estábamos en una suite del Saint Regis y elegimos las telas, los cortes, los complementos. Todo. Cuando acabamos, tomó un caramelo de menta y me dijo: ‘Déjame que coma algo, porque voy a ser muy pobre después de este pedido”, se ríe con ganas. Como si la anécdota mil veces contada volviera por primera vez a su memoria. Y deja que los recuerdos sigan fluyendo.

“Otra vez estábamos comiendo en Nueva York y cuando salimos había montones de cámaras en la puerta. A la mañana siguiente, nuestra foto estaba en todos los periódicos y tenía miedo de que pensara que yo había avisado a la prensa. La llamé, pero ella no estaba y le dejé un mensaje. Me devolvió la llamada y yo empecé a excusarme. Ella me dijo: ‘Valentino, me enorgullece que seas mi amigo, y nunca me va a importar que me vean contigo”. No fue la única clienta célebre de un hombre que supo captar por igual a la alta aristocracia y a Hollywood. Es cierto que Diana Vreeland, Audrey Hepburn o Babe Paley también sucumbieron a sus encantos, pero Jackie llegó a vestirse casi únicamente con su ropa e, incluso, a elegir uno de sus vestidos para casarse en 1968 con Onassis. Ella jugó además un papel crucial en la sofisticación de sus gustos y en el refinamiento de sus maneras. Ese mismo año, Valentino se compró una casa enorme en Capri y una lancha, que pintó de rojo y decoró con almohadones pop, con la que la juventud más elegante de Roma se desplazaba de Nápoles a la isla los fines de semana. “Siempre me ha gustado recibir. Cuando llegué a Roma vivía en un piso precioso, muy pequeño. Desde entonces, siempre que puedo, invito a mis amigos a comer y a cenar. Valoro mucho la amistad, y lo mejor para mantenerse juntos es hacer cenas
pequeñas, reuniones en las que se

pueda hablar. Tengo talento para entretener, para acoger y ser agradable”.

–A su primer barco pop le seguirían otro y otro, cada vez más grandes, hasta su actual TM Blue One, un icono del veraneo de la jet set en el Mediterráneo…
–¡Oh, qué va! Mi barco es una rutina clásica. Me encanta invitar a gente a pasar el fin de semana y las vacaciones. Debo elegir, porque no es una embarcación pequeña, pero para estar cómodos hay que alojar a un máximo de siete u ocho a la
vez. Trato de ir con mis mejores amigos, a los que reúno en grupos y turnos de unos diez días.

–En la medida en que veranear en él se ha convertido en un símbolo de posición social, ¿la gente le llama pidiendo lugar?
–¡No, no, no! A veces, sólo los muy cercanos, me dicen: “Me encantaría ir un fin de semana”. Dos meses antes trato de organizarlo todo, pero siempre hay alguien que en el último minuto quiere sumarse.
Me encanta estar rodeado de amigos. Me hacen muy feliz. En mi trabajo estoy permanentemente rodeado de personas que me preguntan y me piden decisiones todo el tiempo. Nada me gusta más que rodearme de amigos y escucharlos a ellos.
A Valentino le gusta estar acompañado siempre. Incluso
cuando huye de amigos y empleados

y se retira al campo, a montar a caballo o a leer biografías. También entonces tiene un séquito de fieles compañeros: Molly y sus hijos Maud, Margot, Monty y Milton. Sus perros.

“Ah, ¡por supuesto! Tienen que estar ahí todo el tiempo, me da muchísima pena cuando no puedo llevármelos, porque forman parte de mi vida. Monty es el jefe de la banda, pero son todos listísimos”.
El padre de los cachorros fue “alquilado”, y la familia debe compartir sus afectos con un caniche y un pastor italiano que, esos sí, esperan en casa. La fabulosa excentricidad de Valentino no es algo común, ni siquiera en la moda. Ningún otro diseñador vive así. A muchos de los ejecutivos de la industria les resulta incomprensible que semejante tren de vida sea compatible con un negocio saneado, pero su valor como inversión publicitaria y de imagen es incalculable. Un Rolls-Royce y carta blanca en Cartier fueron algunas de las prebendas que Valentino recibió cuando en 1967 decidió vender su compañía a uno de los primeros conglomerados de lujo de la historia, una ocurrencia de un tipo llamado Bob Kernon. La idea era pionera, pero tal vez demasiado ambiciosa y revolucionaria. Cuatro años más tarde, el conglomerado se fue al diablo, y Giammetti cerró un trato con más de 50 bancos para conseguir el dinero necesario
para recuperar la empresa. Habían

 

vendido por 5 millones de dólares y recompraron por 1,5. Con la pareja de nuevo al frente de la compañía, los años ’70 y ‘80 fueron los
de la expansión. Al prêt-à-porter, a los perfumes, al mundo y, casi, casi, a cualquier cosa que se pusiera a tiro: vajillas, muebles o lo que fuera. Cuando Valentino se vio haciendo
baberos, se dio cuenta de que habían llegado demasiado lejos. En todo caso, fueron años boyantes a los que siguió la crisis. Los años ‘90 trajeron el minimalismo, el grunge y un viento conceptual que
en nada favorecía los intereses de un hombre que ama los lazos y los encajes. El rumbo adverso de las tendencias coincidió, además, con el crecimiento a su alrededor de las altas torres de los grandes
grupos de lujo. Enfriándose a su sombra, Giammetti decidió recortar los lucrativos acuerdos de licencias para no devaluar la marca y, por primera vez en dos décadas, volvió a pensar en vender. Lo hicieron en
1998 por 243 millones de euros. Valentino lloró en la conferencia de prensa y su enseña pasó a ser propiedad de HdP, una compañía de inversión recién creada en la que participó lo más selecto de la economía italiana, de Agnelli a Pirelli. La firma era el primer escalón para construir un gran grupo de lujo, pero el clima poco propicio
de la industria en el cambio de siglo no ayudó, y las pérdidas superaron en 2001 los 30 millones de euros. En marzo del año siguiente, tras meses de especulación, la marca se vendió a Marzotto por 153 millones de euros, y los sueños de grandeza de HdP se esfumaron. Marzotto, que ya era propietaria de Hugo Boss y de
varias licencias, creó el Valentino Fashion Group y la situación mejoró:

en 2005, Valentino logró un beneficio de 90 millones de euros, 32 más que el año anterior. La mejoría del sector y de la compañía atrajo de nuevo la inversión. Permira, una sociedad de capital riesgo británica, pagó el pasado mayo 782,6 millones de euros por hacerse con casi el 30 por ciento del grupo y está inmersa en un proceso para comprar el resto.
Un baile de cifras y de propietarios que, por supuesto, ha desatado los rumores sobre la sucesión de Valentino.

–¿Cómo es trabajar para una empresa que ya no es suya?
–No cambia nada. Me dejan hacer lo que quiero, gasto lo que quiero y hago las colecciones sin ninguna interferencia, ni presión.

–¿Qué sucederá cuando usted no esté?
–Querida, espero que la gente que se ocupe de mi nombre haga lo mejor. También espero estar implicado en la selección de un nuevo diseñador cuando tenga que
haberlo… Pero ya veremos.

–¿Está pensando en jubilarse?
–Por ahora, no.

–¿Todavía se divierte?
–A veces me digo: “¿Por qué?”. Sontantas cosas, tanta presión… Es muy estresante, y yo soy el que está en el centro, del que todos dependen. Me gusta proyectar
fortaleza, dar buena imagen, y eso exige mucha energía. Lo último que quiero es parecer un tipo atormentado.

Giammetti entra en el despacho impetuosamente. Se planta en el
centro de la habitación de una zancada y se dispone a decir algo. Valentino no se inmuta. Sólo
entonces Giammetti se da cuenta de que está interrumpiendo. No es ya el presidente ejecutivo de esta casa, pero está claro que sigue ejerciendo su autoridad. Sigue al mando. Se disculpa atropelladamente y se va. Amigos, socios, compañeros y, ahora, rivales por conseguir la obra de arte más original o la propiedad más suntuosa. Durante las celebraciones del aniversario se supo que Giammetti se había hecho a sí mismo un fabuloso regalo: el
apartamento en el hotel Pierre de

Nueva York que fue propiedad de Pierre Bergé, diez manzanas al norte del de Valentino. El suyo ha sido uno de los tándem más sincronizados de un negocio propenso a las intensas alianzas entre creador y emprendedor. Una relación tan civilizada como romántica y extravagante, que escapa a las definiciones. Se supone que fueron pareja hasta los años ‘70, pero Valentino, que se enorgullece de ser alérgico al escándalo y al cotilleo, no comenta semejantes detalles. “Para mí son como los abuelos italianos de todo el mundo, excepto por el hecho de que no están casados y son dos hombres”, cuenta su amiga Gwyneth Paltrow en el libro. “Tienen esta relación durante toda su vida que ha cambiado de forma varias veces y
son los mejores amigos. Pero, para mí, son un matrimonio. Se gritan, se pelean y se quieren. Viajan juntos, comen juntos. Son su familia. A veces no sabes dónde termina uno y dónde empieza el otro”.

El espíritu familiar que durante décadas ha reinado en la compañía no es sólo una mera extensión de los íntimos lazos que unen a su núcleo. De hecho, durante mucho tiempo fue literalmente cosa de familia.
En 1961, Valentino trasladó a sus padres desde Voghera hasta el piso de Piazza Mignanelli donde vivía y trabajaba. Su madre solía hacer bocadillos para las costureras. Y Giammetti vivió con la suya hasta su muerte, en 1996. “Mi madre y la de
Valentino eran buenas amigas. Eran muy diferentes. La mía era más estéticamente consciente y se divertía más con los jóvenes. La de Valentino era muy práctica, muy fuerte, muy inteligente. Es increíble que esa mujer, nacida y criada en una ciudad pequeña donde sus preocupaciones eran si un árbol o un pollo crecían bien, tuviera un hijo así”. Costureras que llevan más de tres décadas con Il Maestro o ejecutivos que le piden a Valentino que sea el padrino de sus hijos han sido desde siempre historias habituales en la casa. También las grandes peleas, los portazos y las despedidas entendidas como una
traición. O tal vez sea más adecuado decir que lo eran. “Creamos esta casa hace muchos años y hemos
trabajado durante mucho, mucho tiempo a nuestra manera”, confirma Valentino. “Todo el mundo, en cierta
forma, se quería. No siempre fue

fácil, porque al ser independientes y convertirnos en una gran empresa, había que cuidar cada detalle para que el negocio fuera bien. Pero las cosas han cambiado. Y se supone que tenemos que aprender a respetar ciertas cosas y a funcionar de otra manera. Forzosamente, han entrado muchas personas nuevas. Es imprescindible para poder ser grandes. Pero esto es mi familia, mis amigos, todo”. “Mi afecto por Valentino se ha expresado puntada a puntada, vestido a vestido”, declara la costurera Elide Morelli en una de las frases más sentidas del libro conmemorativo, ya de por sí muy emotivo. “Son sensacionales”, dice Valentino de las mujeres que trabajan en su taller de alta costura. “Llevan conmigo toda la vida. Cuando llegaron eran jóvenes, y ahora son abuelas. Hay momentos en los que puedo ser serio o un poco autoritario, pero ellas me conocen muy bien y saben cómo tratarme. Les exijo tanto como a mí, pero ¡si vieras sus moldes! Son detalladísimos mapas con señales y marcas para cada pulgada, para cada pliegue. Su minuciosidad es increíble”. La fidelidad y el idilio con el maestro no es sólo cosa de sus empleados. Sus clientas no dudan en calificar de adicción lo que sienten por unos diseños románticos que no buscan coartadas para su conservadurismo y refinamiento.

Valentino es imán para mujeres que buscan algo tan obvio como estar lindas. “Mi obsesión ha sido siempre hacer ropa bonita. Hoy hay mucha gente que no aprecia la elegancia y que prefiere el desarreglo. Eso fue muy evidente cuando se llevó el grunge. Pero al mismo tiempo, muchas, muchas mujeres quieren ser extraordinarias y femeninas. Eso es algo que nunca va a desaparecer”. Para conseguir su objetivo, Valentino se ha apoyado en las que siempre han sido dos de sus grandes virtudes: un certero ojo para la proporción y una construcción que parte del cuerpo para dibujar un trazo sensual, pero jamás vulgar. La suya es una premisa simple, pero que parece de otro tiempo. Como dice Nan Kemper, icono social y de estilo neoyorquino, además de seguidora fiel del creador, éste no sólo viste a una mujer como si la amara,
pademás aspira a que todo el mundo se enamore de ella. “Si hay algún

 
problema en el cuerpo, a mí me corresponde disimularlo. Hay muchos trucos, muchas cositas
que se pueden arreglar con un buen molde. Y también lo hago en el prêt-à-porter. uando las modelos se prueban la ropa, les pido que se muevan, que se sienten, que se inclinen. Un vestido puede ser el más bonito del mundo, pero no va a vivir sobre un palo de madera. Lo que quiero
hacer con las mujeres es que cuando entren a una habitación, la gente, todo, se detenga, que nunca pasen inadvertidas y que siempre despierten admiración”. Nada condensa y expresa la filosofía vital y estética de Valentino como sus vestidos de noche. Lo cual explica por qué las actrices acuden a él “como abejas a la iel”, según declaraba a la revista W su relaciones públicas, Carlos de Souza. “La alfombra roja es muy divertida, pero esas mujeres, a las que en algunos casos quiero muchísimo, últimamente escuchan a demasiada gente”, afirma Valentino con un toque de malicia. “Además del diseñador, contratan a su propio consejero para vestirse, y luego, cuando ya están listas, si aparece un camarero en la habitación y les dice ‘¡Uh! Estás mejor con el otro vestido’, corren a cambiarse. Después de 45 años, sé ver si alguien está sensacional o sólo regular. Ser diseñador es algo maravilloso, pero los jóvenes ahora quieren llegar muy rápido. Y hay que trabajar mucho antes de ser el mejor. Es muy fácil ir a un mercado, tomar un vestido antiguo y copiarlo. Pero ser diseñador no es eso”. La absoluta seguridad en sí mismo, la determinación y la confianza de Valentino no son necesariamente un signo de soberbia. Lo demuestra la emoción con la que, al salir a saludar tras el desfile del cumpleaños romano, se detuvo un instante frente a los colegas que poblaban la primera fila. Karl Lagerfeld, Tom Ford, Donatella Versace, Diane von Furstenberg o Zac

Posen, más allá de diferencias estilísticas, generacionales o de caracteres, rendían tributo al último de una raza. Como dice Suzy Menkes en el prólogo del libro-homenaje, “el que mantiene viva la llama de la alta costura”.

“Mis colegas son muy amables conmigo. Tal vez porque nunca hablo de los demás y no tengo celos. Odio profundamente el cotilleo y a la gente criticona, y nada me gusta menos que el escándalo. Me entristece que hoy la gente sea mala una con otra”. Un peculiar concepto de la generosidad que, más allá de la vida grandiosa y de los trajes fastuosos, explica su poder de atracción y su carisma. Cómo no, nadie lo expresa mejor que Giammetti: “Es posesivo. Es controlador. Pero te transmite la sensación de que todo irá bienen tu vida. Es tan optimista que, de alguna forma, asumes la increíble creencia de que nada malo te va a suceder”.